LOS ADJETIVOS

Me cuento entre los escritores que creen en la literatura como experiencia estética. Pienso que además de ser ése espejo imperceptible donde el lector se sorprende cuando se encuentra, la obra literaria debe proporcionar esa admiración y ese solaz que hacen sentir al lector que es mejor de lo que generalmente percibe acerca de sí mismo. Me refiero a la misma clase de impacto estético que provoca, por ejemplo, una obra maestra de la música que estremece cada vez que se la escucha, o una pintura siempre que se la contempla. Producirla, creo yo, debe ser un compromiso permanente del escritor, independientemente del género dentro del cual escribe, los temas y tonos de sus historias y sus preferencias de estilo, lenguaje y formato. Me refiero a escribir y reescribir las frases hasta que suenen bellas y perfectas cada vez que se las lea. Algunas veces se logra y otras…no tanto.

Aquí es donde se me aparece el adjetivo como vehículo de belleza. El adjetivo, pienso yo, pone a su texto muchísimo más que información adicional acerca de la cualidad de aquello que califica. Se dice entre nosotros, los escritores, que adjetivo que no dice nada nuevo, mata. Pienso que eso no es tan cierto porque el adjetivo contribuye a dar forma, equilibrio y textura a la totalidad del texto, no sólo al sustantivo al que acompaña. El reto, a mi manera de ver, es que la selección del adjetivo y del lugar donde aparece (antes o después del sustantivo), es una decisión difícil. La frase adjetivada es todavía más difícil. Voy a permitirme ceder a la tentación de incluir aquí un texto mío para ver qué opinan mis colegas sobre el papel de los adjetivos entre estas frases. Los trabajé días enteros.

“Lo tomó entre sus manos, lo acercó a su nariz y lo olió despacio. “Manuel”.  Su olor. Su aroma. Su esencia.  Apretó la prenda contra el rostro y aspiró de nuevo.  Sus fosas nasales se dilataron y una cierta humedad apareció en sus labios. “Ese olor”`. Tragó saliva.  Ese olor de hombre. Ese olor recio. Ese aroma masculino, vivo y firme debajo de un olor a franela limpia. Su boca se humedeció y los músculos de su cuerpo entero se tensaron. Lentos, sus dedos se aferraron al amuleto. Lo recorrieron completo. Se enredaron en él, se entreveraron, se perdieron, se resbalaron. Tocaron. Palparon. Rozaron. Acariciaron con suavidad y también acariciaron con fuerza. Acariciaron.  Aspiró una vez más el aroma de la prenda entera con su evocación de la piel, la carne, la sangre, los músculos y los huesos de ése cuerpo masculino que una vez olió, sudó, fue tocado y se agitó adentro de ella. De ése cuerpo aún vivo en la memoria del olfato, de la humedad y del tacto. De ése cuerpo ahora ausente sin urgencias, sin turgencias, sin ímpetus y sin bríos. Manuel Hidalgo. Manuel. Manuel. Manuel, algunas veces rápido, viril, agitado, urgente. Manuel, algunas otras veces lento, rítmico, apasionado. Manuel, cuerpo y sudor, aliento rancio, fogosidad y descanso. ¿Y Rebeca? Carente de él. Ausente de él. Hambrienta. Sedienta.”

Fin del Capítulo VI

 (En: Fantasmas para noches largas, Martha Cecilia Rivera)