LEON TOLSTOI
Rusia, 1828 – 1910

“Cada vez que Vronsky hablaba con Ana, los ojos de ésta brillaban y una sonrisa feliz se dibujaba en sus labios. Parecía como si se esforzara en reprimir aquellas señales de alegría y como si ellas aparecieran en su rostro contra su voluntad”.
“Vronsky y Ana estaban sentados casi enfrente de Kitty. Los veía de lejos y los veía de cerca, según se alejaba o se acercaba en las vueltas de la danza, y cuanto más los miraba, más se convencía de que su desdicha era cierta. Kitty notaba que se sentían solos en aquel salón lleno de gente, y en el rostro de Vronsky, siempre tan impasible y seguro, leía ahora aquella expresión de humildad y de temor que tanto la había impresionado, que recordaba la actitud de un perro inteligente que se siente culpable. Ana sonreía y le comunicaba su sonrisa. Si se ponía pensativa, se veía triste a él. Una fuerza sobrenatural hacía que Kitty dirigiese los ojos al rostro de Ana. Estaba hermosísima en su sencillo vestido negro; hermosos eran sus redondos brazos, que lucían preciosas pulseras, hermoso su cuello firme adornado con un hilo de perlas, bellos los rizados cabellos de su peinado algo desordenado, suaves eran los movimientos llenos de gracia de sus pies y manos diminutos, bella la animación de su hermoso rostro. Pero había algo terrible y cruel en su belleza”.
“–¿Se va decididamente mañana? –preguntó Vronsky.
–Sí, seguramente –respondió Ana, como sorprendida de la audacia de tal pregunta.
Su sonrisa y el fuego de su mirada cuando le contestó abrasaron el alma de Vronsky”.
“Respiró otra vez a pleno pulmón el aire frío de la noche, puso la mano en la barandilla del estribo para subir al vagón, cuando en aquel momento, la figura de un hombre vestido con capote militar, que estaba muy cerca de ella, le ocultó la vacilante luz del farol. Ana se volvió para mirarle y le reconoció. Era Vronsky. Él se llevó la mano a la visera de la gorra y le preguntó respetuosamente si podía servirla en algo. Ana le contempló en silencio durante unos instantes. Aunque Vronsky estaba de espaldas a la luz, la Karenina creyó apreciar en su rostro y en sus ojos la misma expresión de entusiasmo respetuoso que tanto la conmoviera en el baile. Hasta entonces Ana se había repetido que Vronsky era uno de los muchos jóvenes, eternamente iguales, que se encuentran en todas partes, y se había prometido no pensar en él. Y he aquí que ahora se sentía poseída por un alegre sentimiento de orgullo. No hacía falta preguntar por qué Vronsky staba allí. Era para hallarse más cerca de ella. Lo sabía con tanta certeza como si el propio Vronsky se lo hubiera dicho.
–Ignoraba que usted pensase ir a San Petersburgo. ¿Tiene algún asunto en la capital? –preguntó Ana, separando la mano de la barandilla. Y su semblante resplandecía.
–¿Algún asunto? –repitió Vronsky, clavando su mirada en los ojos de Ana Karenina–. Usted sabe muy bien que voy para estar a su lado. No puedo hacer otra cosa”.
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