DOÑA BÁRBARA

Rómulo Gallegos, Venezuela

Agosto 2, 1884 – Abril 7, 1969

Creo que Doña Bárbara fue la primera novela acerca de una pasión que leí en mi vida, muy temprano en el colegio. Ya había leído varias novelas literarias Latinoamericanas de amor, incluyendo a María de Jorge Isaacs, todas dentro de su corriente regionalista, costumbrista si se quiere. que en su momento significaron un paso adelante en la historia literaria de nuestros países y que narran historias acerca de los sentimientos. Sin embargo, fue Doña Bárbara la obra que trajo ante mi esa literatura que logra contagiar los sentimientos en lugar de limitarse a describirlos, literatura que hace al lector experimentar, en lugar de reconocer o entender, las pasiones de sus protagonistas. Inmediatamente la siguieron Cumbres Borrascosas de Emily Bronte y María Magdalena de Vargas Vila. Después, muchas otras. Mi pasión por Santos Luzardo fue duradera, releí la obra una vez y otra. Todavía ahora, al preparar esta nota, descubrí matices nuevos y encontré sorpresas. Quizás en el fondo eso es exactamente lo mismo que ocurre con esas, nuestras pasiones eternas.

…”Le ha dejado dos cosas tiernas.

La frescura del agua en las mejillas, que ahora le están produciendo sensaciones desconocidas. ¡Sí se siente la belleza! Estas sensaciones nuevas y tiernas no pueden tener otra causa. Así debe de sentir el árbol, en la corteza endurecida y rugosa. Así debe de estremecerse la sabana, cuando, un día, después de las quemas de marzo, siente que ha amanecido toda verde.

Le ha dejado también la emoción de unas palabras nunca oídas hasta entonces. Las repite y oye que le resuenan en el un palmar solitario donde era posible estar horas y horas tendida en la arena, inmóvil hasta el fondo del alma, sin emociones ni pensamientos. Ahora los pájaros cantan y da gusto oírlos, ahora el tremedal refleja el paisaje y es bonito aquel palmar invertido, aquel fondo de cielo que se le ha formado al remanso, ahora trasciende de los bejucos que se vinieron enredados en el haz de chamizas de silvestre aroma de las flores del monte y es agradable aspirarlo. La belleza no está en ella solamente; está en todas partes: en el trino que trae en la garganta la paraulata llanera, en la charca y su orla de hierba tierna, en el palmar profundo y diáfano, en la sabana inmensa y en la tarde que cae dulcemente, dorada y silenciosa. ¡Y ella no se había dado cuenta de que todo existía, creado para que lo contemplaran sus ojos!”…

…” Por su parte, al mirarlo a los ojos, a ella también se le borró de pronto la sonrisa alevosa que traía en el rostro, y sintió, una vez más, pero ahora con toda la fuerza de las intuiciones propias de los espíritus fatalistas, que desde aquel momento su vida tomaba un rumbo imprevisto. Se le olvidaron las actitudes zalameras que llevaba estudiadas, se le atropellaron y dispersaron por el tenebroso corazón los propósitos inspirados en la pasión fundamental de su vida –el odio al varón–; pero sólo se dio cuenta de que sus sentimientos habituales la abandonaban de pronto. ¿Cuáles los reemplazaron? Era cosa que por el momento no podía discernir”…

…” Era la brusca rebelión del hombre, el rencor de largos años sepultados dentro del alma envilecida, algo viril, por fin, brutal; pero con todo, menos innoble, menos abyecto que aquella relajación de la dignidad que lo había hecho entregarse al alcohol para olvidar su miseria. Ya esta saludable reacción había comenzado desde los primeros días de su estada en Altamira, pero hasta entonces no se había atrevido a hacer la más remota alusión a doña Bárbara. Su conversación giraba exclusivamente dentro de los recuerdos de su época de estudiante y en la minuciosidad que ponía en estas evocaciones, citando nombres y señales fisonómicas de sus enemigos de entonces y puntualizando los mínimos detalles de las cosas o sucesos a que se refiriera, se advertía cierto angustioso empeño. A veces se le iban de pronto las ideas hacia el tema que no debía ser tratado; pero cortaba a tiempo las frases, y para que Santos no advirtiese la solución de continuidad, se perdía en divagaciones desconcertantes y en circunloquios plagados de contrasentidos, dando con todo esto la impresión de que las ideas corrieran por entre los escombros de su cerebro, como sombras locas, buscándose y evitándose al mismo tiempo. Ahora, por primera vez aludía a la mujer causante de su ruina, y Santos le vio brillar en las pupilas una ferocidad delirante”…

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Martha Cecilia Rivera, Chicago, Agosto 2014

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