Oscar Wilde
Irlanda, (1854 – 1900)
“Un intenso olor de rosas penetraba en el estudio, y cuando, entre los árboles del jardín, comenzaba la brisa, llegaban por la puerta abierta el denso aroma de las filas o el más delicado perfume de los agavanzos en flor.
Desde el rincón del diván de alforjas persas en que yacía, fumando, según costumbre, cigarrillo tras cigarrillo, Lord Henry Wotton podía divisar el resplandor dorado de las flores color de miel de un cítiso, cuyas ramas trémulas apenas parecían capaces de soportar el peso de tan flamante belleza, y de cuando en cuando, las sombras fantásticas de los pájaros cruzaban las largas cortinas de seda que cubrían el ancho ventanal, produciendo una especie de efecto japonés momentáneo, y haciéndole pensar en esos pintores de Tokyo, de rostro jade pálido, que por medio de un arte forzosamente inmóvil tratan de dar la impresión de la rapidez y el movimiento. El zumbido adusto de las abejas, abriéndose camino a través de la alta hierba sin segar, o revoloteando con monótona insistencia en torno de las polvorientas cabezuelas doradas de una dispersa madreselva, parecía hacer aún más abrumadora esta quietud. El sordo estrépito de Londres era como el bordón de un órgano lejano.
En el centro de la habitación, sostenido por un caballete veíase el retrato, de tamaño natural, de un joven de extraordinaria belleza, y frente a él, sentado a poca distancia, al pintor en persona, Basil Hallward, cuya súbita desaparición pocos años antes había causado tanta sensación y dado origen a tantas extrañas conjeturas”…
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Martha Cecilia Rivera, Chicago, Abril 2014