Ofrecer al lector una experiencia estética clara es uno de los propósitos detrás del uso de figuras retóricas. De acuerdo con Dufrenne*, el filósofo francés contemporáneo, la experiencia estética ocurre cuando, frente a una obra de arte (incluidas la literatura, la dramaturgia, la música, la pintura…) la persona es transportada a una dimensión imaginaria donde experimenta emociones y sentimientos reales. Admitiendo que la anterior es una interpretación personal y sobre simplificada del pensamiento de Dufrenne, me parece pertinente porque en el fondo eso es lo que los escritores buscamos que ocurra a nuestros lectores: que nuestra historia los capture y los lleve a ese mundo irreal representado con nuestras palabras, en forma tal que lo vivan y lo sientan.
Conocimos a las figuras retóricas en las clases de literatura en el colegio, y quizás algunos de nosotros algo más profundamente en la universidad, como algo generalmente asociado a la poesía o a la oratoria. Algunas de esas figuras retóricas eran mostradas como parte de un arte barroco, obsoleto, complicado y en desuso, aunque la verdad es que se siguen utilizando en la práctica, no sólo en los versos de la poesía sino también como parte vital de los cuentos y las novelas. Todavía más, me atrevo a decir que algunas de las obras maestras de la literatura moderna son, en realidad, una enorme metáfora, o una paradoja de doscientas páginas. ¿Qué otra cosa son, si no, La Metamorfosis de Kafka o Ensayo Sobre la Ceguera de Saramago?
La antítesis es una figura retórica que a mi modo de ver sigue muy vigente y es muy poderosa. En la antítesis, se oponen dos ideas en la misma frase o párrafo para crear un efecto estético muy contundente:
“Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer” (Albert Camus, El Extranjero)
* Fenomenología de la experiencia estética. Mikel Dufrenne. Fernando Torres Editor, Valencia, España, 1982