Algunos escritores logran que el lector ame o deteste a sus personajes de una manera tan clara que resulta necesario preguntarse si es algo que se han propuesto expresamente, y de ser así, si han empleado una técnica especial que a los otros escritores no es desconocida. He encontrado que con frecuencia la capacidad de generar amor en los lectores hacia el personaje está en gran parte determinada por un cierto lirismo, implícito o expreso. Me ha sorprendido encontrar ese lirismo en escritores cuya literatura tiene reconocidamente un corte existencialista o político. Un ejemplo concreto que no puedo dejar de mencionar es Lucie, el personaje secundario de La Broma (Milan Kundera). Son escritores, creo yo, que no tienen miedo de incluir lo inesperado en sus obras. Quizas en eso mismo se encuentra el secreto de su éxito.
“Cuando Lucie me encontró en el sitio acordado con el libro en la mano, me preguntó qué estaba leyendo. Le enseñé el libro abierto. Dijo con sorpresa: «Son versitos». «¿Te extraña que lea versitos?» Encogió los hombros y dijo: «No, ¿por qué?», pero creo que le resultó extraño, porque lo más probable es que identificase los versitos con las lecturas infantiles. Anduvimos dando vueltas en medio del extraño verano de Ostrava, lleno de hollín, un verano negro en el que por el cielo, en lugar de las blancas nubes, navegaban los carros de carbón colgados de largos cables. Me di cuenta de que a Lucie la seguía atrayendo el libro que yo llevaba en la mano. Y cuando nos sentamos en el bosquecillo ralo que está debajo de Petrvald, abrí el libro y le pregunté: «¿Te interesa?». Asintió con la cabeza. A nadie antes ni a nadie después le he leído versos; tengo dentro de mí un sistema de seguridad contra la vergüenza que funciona muy bien y me impide abrirme demasiado ante la gente, manifestar mis sentimientos delante de los demás; y leer versos no sólo me da la impresión de estar hablando de mis sentimientos, sino que además es como si al mismo tiempo estuviese haciendo equilibrios sobre una sola pierna; esa falta de naturalidad implícita en el mismo principio del ritmo y la rima, me llenaría de confusión si me entregase a ella sin estar solo. Pero Lucie tenía un poder mágico (después ya no lo tuvo nadie) para manejar ese sistema y librarme del peso de la vergüenza. Delante de ella me lo podía permitir todo: hasta la sinceridad, el sentimiento y el patetismo. De modo que empecé a leer:
‘Una espiga delgada es el cuerpo tuyo de la que el grano cayó y no brotará…’
Tenía a Lucie cogida del hombro (cubierto por el ligero tejido del vestido floreado), lo sentía en los dedos y me dejaba sugestionar por la idea de que los versos que estaba leyendo (esa prolongada letanía) se referían precisamente a la tristeza del cuerpo de Lucie, un callado y resignado cuerpo condenado a muerte. Y le leí otros versos y también aquel que hasta hoy me vuelve a traer su imagen y que termina con esta estrofa:
‘…Palabras que llegáis tarde no os creo…’
De repente sentí en los dedos que el hombro de Lucie temblaba; que Lucie estaba llorando.¿Qué es lo que la hizo llorar? ¿El sentido de aquellos versos? ¿O más bien la indefinible tristeza que se desprendía de la melodía de las palabras y del colorido de mi voz? ¿O quizás la exaltaba la solemne ininteligibilidad de los poemas y la emocionaba hasta hacerla llorar esta exaltación? ¿O sencillamente los versos hicieron que se abriese alguna compuerta secreta dentro de ella y la carga acumulada se precipitó hacia afuera? No lo sé. Lucie se abrazaba a mi cuello como un niño, apretaba su cabeza contra el paño sudado del uniforme verde que me cubría el pecho y lloraba, lloraba, lloraba”.
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