Milán Kundera
Checoslovaquia, 1929
“Así que después de muchos años me encontré otra vez en casa. Estaba en la plaza principal (por la que había pasado infinidad de veces de niño, de muchacho y de joven) y no sentía emoción alguna; por el contrario, pensaba que aquella plaza llana, por encima de cuyos tejados sobresale la torre del ayuntamiento (semejante a un soldado con un antiguo casco), tiene el aspecto del patio de un cuartel y que el pasado militar dé esta ciudad morava, que sirvió en tiempos de bastión contra los ataques de húngaros y turcos, había marcado en su rostro un rasgo de fealdad irrevocable.
Después de tantos años, no había nada que me atrajera hacia mi lugar de nacimiento; me dije que había perdido todo interés por él y me pareció natural: hace ya quince años que no vivo aquí, no me queda en este sitio más que un par de amigos o conocidos (y aun a esos trato de evitarlos) y a mi madre la tengo aquí enterrada en una tumba ajena, de la que no cuido. Pero me engañaba: lo que llamaba desinterés era en realidad rencor; sus motivos se me escapaban, porque en mi ciudad natal me habían ocurrido cosas buenas y malas, como en todas las demás ciudades, pero el rencor estaba presente; había tomado conciencia de él precisamente en relación con este viaje; el objetivo que perseguía lo hubiera podido lograr, al fin de cuentas, también en Praga, pero me había empezado a atraer irresistiblemente la posibilidad que se me ofrecía de llevarlo a cabo en mi ciudad natal, precisamente porque era un objetivo cínico y bajo, que burlonamente me liberaba de la sospecha de que el motivo de mi regreso pudiera ser la emoción sentimental por el tiempo perdido.
Le eché otra mirada cáustica a la fea plaza y después le di la espalda y me encaminé al hotel en el que tenía reservada mi habitación. El portero me entregó una llave con una bola de madera y me dijo: «segunda planta». La habitación era de lo más vulgar: junto a la pared una cama, en el medio una mesa pequeña con una sola silla, junto a la cama un aparatoso tocador de madera de caoba con un espejo y junto a la puerta un lavabo pequeñísimo y descascarillado. Coloqué la cartera sobre la mesa y abrí la ventana: la vista daba al patio interior y a unas casas, que le mostraban al hotel sus espaldas desnudas y sucias. Cerré la ventana, corrí las cortinas y me dirigí hacia el lavabo que tenía dos grifos, uno con una señal roja y el otro azul; los probé y de los dos salía agua fría. Me fijé en la mesa; no estaba mal del todo, una botella con dos vasos cabría perfectamente, pero lo malo era que a la mesa no se podía sentar más que una persona, porque en la habitación no había más sillas. Arrimé la mesa a la cama e hice la prueba de sentarme en ella, pero la cama era demasiado baja y la mesa demasiado alta; además la cama se hundió tanto que en seguida me di cuenta de que no sólo era difícil que sirviera para sentarse, sino que incluso sus funciones propias de cama sería dudoso que las cumpliera. Me apoyé en ella con los puños; después me acosté levantando cuidadosamente los zapatos para no manchar la sábana y la colcha. La cama se hundió bajo el peso de mi cuerpo y yo estaba allí acostado como en una hamaca colgante: era imposible imaginarse que en aquella cama se acostara alguien más junto a mí”.
GRACIAS POR LEER Y COMPARTIR MI BLOG: http://www.florentinoletters.com