Introducir un pasaje nuevo dentro de un capítulo es uno de los problemas que aparecen con frecuencia cuando se está escribiendo una novela. También lo son, presentar un personaje que no había aparecido antes (en particular si la historia ya ha avanzado un buen trecho), o dar un giro inesperado en la historia. Estas tres situaciones son un buen ejemplo de lo que yo llamo transiciones y que implican un reto para el novelista porque deben suceder con tal naturalidad dentro del relato que no se perciban. El objetivo es que el lector que está inmerso dentro de una escena o compenetrado con un personaje, pase a lo siguiente sin darse cuenta. El relato debe avanzar, mostrar situaciones nuevas que conducen paso a paso a intensificar los conflictos de los personajes y luego a sus desenlaces, pero ello debe ser logrado de una manera fluída y verosímil.
Si la transición es tan natural que resulta inadvertida, se conservará el ritmo narrativo y se protegerá la coherencia interna del relato. Si es forzada, se corre el riesgo de que el lector pierda la percepción de unidad de tal modo que los diferentes pasajes podrían llegar a aparecer como una colección de anécdotas, o lo que yo llamo un efecto de colcha de retazos.
Uno de los recursos para resolver el problema de las transiciones es estructurar la novela en capítulos cortos, de manera que el paso de un capÍtulo al otro sea también la ocasión para pasar de un pasaje al siguiente. Sin embargo, a mí me parece que el uso de este recurso puede llegar a aumentar el peligro de acabar con un efecto de colcha de retazos.
El amor en los tiempos del cólera ofrece un ejemplo magistral acerca de cómo pasar de una escena a la otra, y al mismo tiempo introducir un personaje nuevo, de una manera fluída que no se percibe forzada ni afecta el ritmo narrativo. Es uno de mis pasajes favoritos de todos los tiempos, porque es también un gran ejemplo de cómo introducir un personaje principal cuando el relato ya ha avanzado. De hecho, el fragmento que transcribo a continuación solo aparece hasta la página 75, tres o cuatro páginas antes de que finalice el primer capítulo:
“…Antes que cerraran el ataúd, Fermina Daza se quitó el anillo y se lo puso al marido muerto, y luego le cubrió la mano con la suya, como siempre lo hizo cuando lo sorprendía divagando en público.
—Nos veremos muy pronto —le dijo.
Florentino Ariza, invisible entre la muchedumbre de notables, sintió una lanza en el costado. Fermina Daza no lo había distinguido en el tumulto de los primeros pésames, aunque nadie iba a estar más presente ni había de ser más útil que él en las urgencias de ésa noche…”